Aquel 26 de julio de 1953 era Presidente de Chile don Carlos Ibáñez del Campo. Lo llamaban el General de la Esperanza. La verdad es que no pasó nada. Fue elegido con una gran mayoría. Los chilenos jugaban las pocas cartas que quedaban. Luego vendría la carta Alessandri, la última de la derecha. Luego vendría la Democracia Cristiana, la primera y última carta. Y finalmente el Gobierno popular, porque todo ya estaba oleado y sacramentado: el camino al socialismo era el único camino del pueblo.

Aquel 26 de julio de aquel año 1953, en América Latina había una neblina espesa. El ogro del norte era invencible y era como una maldición vivir en los patios interiores de su casa. Cuando lo de Guatemala, el tío había reído y cada vez que reía algo temblaba en los mercados. Vender más y comprar menos, comer menos, educarse menos, más tuberculosis, más analfabetismo, más cesantía, más raquitismo, menos vitaminas, menos viviendas, menos alegría. Estábamos malditos.

Chile era el patio más lejano y arrinconado de la bestia, pero aquí llegaban las misiones económicas, como la Klein-Saks, para desarreglarnos más la economía. Los economistas chilenos también estaban malditos, pero las banderas rojas marchaban por las calles en brazos duros y rebeldes que de pronto eran quebrados, manchando de sangre la Plaza Bulnes o la población Cardenal Caro. La lucha era sorda, desigual, desesperada. Existía el desaliento. Un año antes no más, en 1952, un líder joven llamado Salvador Allende había logrado poco más de cincuenta mil votos. Era un saludo a la bandera, decían sonriendo los complacidos, los burgueses, y se reían en nuestra cara.

Pero de pronto, ese 26 de julio de 1953, en el patio más próximo de la bestia, en una isla donde las bestias rubias iban a fornicar y a romper las copas, ocurrió algo inaudito, insólito, irrisorio. Un grupo de muchachos habían asaltado una fortaleza de un títere del ogro. Nos quedamos con la boca así de abierta. Mataron a los más. Huyeron los menos. Detienen finalmente al jefe de los muchachos, decían que se llamaba Fidel Castro. “¿Cómo se llamaba la fortaleza asaltada?”, nos preguntábamos unos a otros. “El Moncada”, decía alguien. ¡Qué nombre más raro!

Desde Cuba entonces vino un viento extraño, ensordecedor que se nos metió por todas las rendijas. Alguien gritó “¡abran las ventanas!”. El ruido del viento se nos metió hasta en la sangre. Lágrimas de hombre brotaron como lirios transparentes de nuestros ojos.

La bandera había sido clavada a noventa millas de la conocida bestia. Ese 26 de julio, lo entendimos, había comenzado también nuestra propia liberación. Era cuestión de tiempo y de lucha.

El Guerrillero se pone de pie, se quita su gorra olor a lucha, sacude sus pantalones y sus zapatos para gritar: ¡viva la Revolución Cubana! Por la razón o la fuerza, patria y muerte, ¡venceremos!

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