Eran las tres de la mañana. Llovía con la fuerza de ahora, sin parar, como si todos los cántaros de agua hubiéranse volcado desde las alturas. El Antivero se había convertido en un toro bramante que galopaba como enloquecido hacia el océano lejano. A su paso temblaban las pobres y tristes casas de la población Santa Elena. Sobre el puente, sentíamos correr abajo al río empujado por una fuerza incontenible. La lluvia nos caía encima sin piedad, mientras un viento inmisericorde nos raspillaba el rostro como si tuviera uñas invisibles.

Faltaban varios años aún para que llegara el Gobierno popular. Varios bomberos y militares observaban consternados que un par de centímetros más bastarían para que el río comenzara a derramarse dentro de la población. Todo el mundo estaba agotado luego de un día abrumador de trabajo. Quedaron algunos pobladores custodiando al río. Si se salía, los bomberos harían tocar las sirenas de alarma. Nos fuimos a acostar. Estábamos mojados como perros saliendo del agua.

A las cinco de la mañana se coló por las cortinas tupidas de la lluvia y el viento, el ulular de las sirenas. Llegaba muy de lejos, apagado por los ruidos de aquella noche tempestuosa. Corrimos al barrio alto saltando los charcos, topándonos de cerca con el viento, con la lluvia encima de los ojos.

El agua había penetrado como una lagartija a las humildes casas. Los hombres, rabiosos, luchaban inútilmente chapoteando como patos. Las mujeres, llorosas, apretaban los críos chicos en los brazos, mientras los más grandecitos, entumidos de frío, encaramados arriba de las camas, sostenían un diálogo increíble con los hijos del río que hacían flotar las bacinicas y las pequeñas cosas que estaban perdidas en los oscuros rincones de las piezas.

Hubo que evacuar casi toda la población. En otros lugares, los canales desbordados habían penetrado como potros furiosos en medio de las casas, derribando las últimas lágrimas y las últimas esperanzas. Se llenaron todas las escuelas. El látigo de Dios, como siempre, silbando encima de los pobres.

Los caballeros, dentro de los automóviles de lujo, salían a mirar el paisaje. El pueblo se mordía los labios. A mí la rebeldía me atoraba la sangre. Mientras tanto, el río simplemente reía.

Faltaban varios años aún para que llegara el Gobierno popular.

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